¿Arte Contemporáneo ? o ¿caca de elefante?
Les comparto las palabras
de MARIO VARGAS LLOSA, escritas en el año 1997 poseen una cierta vigencia, y pintan
el panorama del arte contemporáneo de un modo ....¿cómo decirlo?, bueno, tal vez despues de leerlo quieran poner algún adjetivo a éste artículo, o al arte contemporáneo.
Caca de elefante - Mario Varga Llosa
En Inglaterra, aunque usted no lo crea,
todavía son posibles los escándalos artísticos. La muy respetable Royal Academy
of the Arts, institución privada que se fundó en 1768 y que, en su galería de
Mayfair suele presentar retrospectivas de grandes clásicos, o de modernos
sacramentados por la crítica, protagoniza en estos días uno que hace las
delicias de la prensa y de los filisteos que no pierden su tiempo en
exposiciones. Pero, a ésta, gracias al escándalo, irán en masa, permitiendo de
este modo -no hay bien que por mal no venga- que la pobre Royal Academy supere
por algún tiempito más sus crónicos quebrantos económicos.
¿Fue con este objetivo en mente que organizó la muestra Sensación, con obras de
jóvenes pintores y escultores británicos de la colección del publicista Charles
Saatchi? Si fue así, bravo, éxito total. Es seguro que las masas acudirán a
contemplar, aunque sea tapándose las narices, las obras del joven Chris Ofili,
de 29 años, alumno del Royal College of Art, estrella de su generación según un
crítico, que monta sus obras sobre bases de caca de elefante solidificada. No
es por esta particularidad, sin embargo, por la que Chris Ofili ha llegado a
los titulares de los tabloides, sino por su blasfema pieza Santa Virgen María,
en la que la madre de Jesús aparece rodeada de fotos pornográficas.
No es este cuadro, sin embargo, el que ha generado más comentarios. El laurel
se lo lleva el retrato de una famosa infanticida, Myra Hindley, que el astuto
artista ha compuesto mediante la impostación de manos pueriles. Otra
originalidad de la muestra resulta de la colaboración de Jack y Dinos Chapman;
la obra se llama Aceleración Zygótica y, ¿cómo indica su título?, despliega a
un abanico de niños andróginos cuyas caras son, en verdad, falos erectos. Ni
qué decir que la infamante acusación de pedofilia ha sido proferida contra los
inspirados autores.
Si la
exposición es verdaderamente representativa de lo que estimula y preocupa a los
jóvenes artistas en Gran Bretaña, hay que concluir que la obsesión genital
encabeza su tabla de prioridades. Por ejemplo, Mat Collishaw ha perpetrado un
óleo describiendo, en un primer plano gigante, el impacto de una bala en un
cerebro humano; pero lo que el espectador ve, en realidad, es una vagina y una
vulva. ¿Y qué decir del audaz ensamblador que ha atiborrado sus urnas de
cristal con huesos humanos y, por lo visto, hasta residuos de un feto?
Lo notable del asunto no es que productos de esta catadura lleguen a deslizarse
en las salas de exposiciones más ilustres, sino que haya gentes que todavía se
sorprendan por ello. En lo que a mí se refiere, yo advertí que algo andaba
podrido en el mundo del arte hace exactamente treinta y siete años, en París,
cuando un buen amigo, escultor cubano, harto de que las galerías se negaran a
exponer las espléndidas maderas que yo le veía trabajar de sol a sol en su
chambre de bonne, decidió que el camino más seguro hacia el éxito en materia de
arte, era llamar la atención. Y, dicho y hecho, produjo unas `esculturas' que
consistían en pedazos de carne podrida, encerrados en cajas de vidrio, con
moscas vivas revoloteando en torno. Unos parlantes aseguraban que el zumbido de
las moscas resonara en todo el local como una amenaza terrífica. Triunfó, en
efecto, pues hasta una estrella de la Radio-Televisión Francesa, Jean-Marie
Drot, le dedicó un programa.
La más inesperada y truculenta consecuencia de la evolución del arte moderno y
la miríada de experimentos que lo nutren es que ya no existe criterio objetivo
alguno que permita calificar o descalificar una obra de arte, ni situarla
dentro de una jerarquía, posibilidad que se fue eclipsando a partir de la
revolución cubista y desapareció del todo con la no figuración. En la
actualidad todo puede ser arte y nada lo es, según el soberano capricho de los
espectadores, elevados, en razón del naufragio de todos los patrones estéticos,
al nivel de árbitros y jueces que antaño detentaban sólo ciertos críticos.
El único
criterio más o menos generalizado para las obras de arte en la actualidad no
tiene nada de artístico; es el impuesto por un mercado intervenido y manipulado
por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y
sensibilidades estéticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones
públicas y en muchos casos simples atracos.
Hace más o menos un mes visité, por cuarta vez en mi vida (pero ésta será la
última), la Bienal de Venecia. Estuve allí
un par de horas, creo, y al salir advertí que a ni uno solo de todos los
cuadros, esculturas y objetos que había visto, en la veintena de pabellones que
recorrí, le hubiera abierto las puertas de mi casa, aunque me lo suplicaran de
rodillas.
El
espectáculo era tan aburrido, farsesco y desolador como la exposición de la
Royal Academy, pero multiplicado por cien y con decenas de países representados
en la patética mojiganga, donde, bajo la coartada de la modernidad, el
experimento, la búsqueda de "nuevos medios de expresión", en verdad
se documentaba la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza
artesanal, de autenticidad e integridad que caracteriza a buena parte del
quehacer plástico en nuestros días.
Desde luego, hay excepciones. Pero, no es nada fácil dectectarlas, porque, a
diferencia de lo que ocurre con la literatura, campo en el que todavía no se
han desmoronado del todo los códigos estéticos que permiten identificar la
originalidad, la novedad, el talento, la desenvoltura formal o la ramplonería y
el fraude y donde existen aún -¿por cuánto tiempo más?- casas editoriales que
mantienen unos criterios coherentes y de alto nivel, en el caso de la pintura
es el sistema el que está podrido hasta los tuétanos, y muchas veces los
artistas más dotados y auténticos no encuentran el camino del público por ser
insobornables o simplemente ineptos para lidiar en la jungla deshonesta donde
se deciden los éxitos y fracasos artísticos.
A pocas cuadras de la Royal Academy, en Trafalgar Square, en el pabellón
moderno de la National Gallery, hay una pequeña exposición que debería ser
obligatoria para todos los jóvenes de nuestros días que aspiran a pintar,
esculpir, componer, escribir o filmar. Se llama Seurat y los bañistas y está
dedicada al cuadro Los bañistas de Asniéres, uno de los dos más famosos que
aquel artista pintó (el otro es Un domingo en La Grande Jatte), entre 1883 y
1884.
Aunque
dedicó unos dos años de su vida a aquella extraordinaria tela, en los que, como
se advierte en la muestra, hizo innumerables bocetos y estudios del conjunto y
los detalles del cuadro, en verdad la exposición prueba que toda la vida de
Seurat fue una lenta, terca, insomne, fanática preparación para llegar a
alcanzar aquella perfección formal que plasmó en esas dos obras maestras.
En Los bañistas de Asniéres esa perfección nos maravilla -y, en cierto modo,
abruma- en la quietud de las figuras que se asolean, bañan en el río, o
contemplan el paisaje, bajo aquella luz cenital que parece estar disolviendo en
brillos de espejismo el remoto puente, la locomotora que lo cruza y las
chimeneas de Passy. Esa serenidad, ese equilibrio, esa armonía secreta entre el
hombre y el agua, la nube y el velero, los atuendos y los remos, son, sí, la
manifestación de un dominio absoluto del instrumento, del trazo de la línea y
la administración de los colores, conquistado a través del esfuerzo; pero, todo
ello denota también una concepción altísima, nobilísima, del arte de pintar,
como fuente autosuficiente de placer y como realización del espíritu, que encuentra
en su propio hacer la mejor recompensa, una vocación que en su ejercicio se
justifica y ensalza. Cuando terminó este cuadro, Seurat tenía apenas 24 años,
es decir, la edad promedio de esos jóvenes estridentes de la muestra Sensación
de la Royal Academy; sólo vivió seis más. Su obra, brevísima, es uno de los
faros artísticos del siglo XIX.
La
admiración que ella nos despierta no deriva sólo de la pericia técnica, la
minuciosa artesanía, que en ella se refleja. Anterior a todo eso y como
sosteniéndolo y potenciándolo, hay una actitud, una ética, una manera de asumir
la vocación en función de un ideal, sin las cuales es imposible que un creador
llegue a romper los límites de una tradición y los extienda, como hizo Seurat.
Esa manera de `elegirse artista' parece haberse perdido para siempre entre los
jóvenes impacientes y cínicos de hoy que aspiran a tocar la gloria a como dé
lugar, aunque sea empinándose en una montaña de mierda paquidérmica.
Mario Vargas Llosa, 1997.
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